Nothing lasts really. Neither happiness nor despair. Not even life lasts very long. (Brief Encounter, 1945)

lunes, 14 de abril de 2014

Crucero por el Báltico



Hace tres años recorrí el mar Báltico en un crucero de siete días y lo conté después en La nave de los Locos de Fernando Valls.

He recuperado el texto para compartirlo ahora desde mi propio blog, por si es de interés para alguien, viajero o no, soñador o no, coleccionista de postales o no.


CADA MAÑANA UNA CIUDAD


El Báltico que he conocido ha sido un mar muy tranquilo, una superficie azul oscura que se ha dejado surcar sin oponerse. Comenzó el crucero en Copenhague, una ciudad con vocación de cuento de hadas que se resume bien en su pequeño parque de atracciones, el Tivoli, con aires orientales, sauces llorones y farolillos de colores. Fue el único momento de todo el viaje en que llovió. Un paseo posterior hasta la Sirenita nos confirmó que es muy pequeña y que los turistas se arremolinan sin dejarla en paz. Por sus calles hombres y mujeres visten con calzado deportivo, elegantes en su atuendo de sport, y ágiles en sus andares o encima de las bicicletas.

Al día siguiente en Alemania pisamos la arena de Warnemünde, pequeña localidad de veraneo donde vuelan cometas y los niños se meten en bolas gigantes de plástico que flotan en una piscina hinchable. Pocos se bañaban bajo el cielo surcado por nubes blancas, grises y algún chubasco, lo cual nos hizo desistir de intentarlo. Los veraneantes paseaban junto a los canales comprando cucuruchos de pescados ahumados, trozos enormes de peces secos, y lo acompañaban de cerveza Rostock. También se consumían perritos calientes, salchichas, crepes y helados. Y había muchos puestos de fresas. Quizá porque el día era más brillante que en Dinamarca, me pareció que los colores en las casas eran más vivos en Alemania, y como tampoco era un lugar de turistas extranjeros el inglés no servía como moneda de cambio.

Navegando hacia Suecia pasamos de largo por nuestra siguiente escala, Visby (en la isla de Gotland), debido a un problema con la propulsión del barco, lo cual provocó un amago de motín por parte de algunos pasajeros, pero no por motivos románticos a lo Bounty, sino por el parné. Atracamos temprano en Nynäshamn, cerca de Estocolmo, adonde llegamos en autobuses que nos dejaron delante del palacio de la Ópera. Descubrí una ciudad soleada y de amplias perspectivas sobre el agua (está construida sobre 14 islas) con elegantes e históricos edificios de grandes ventanales. El casco histórico pertenecía al turismo, masivo, chancletero, capaz de esperar una hora al sol para ver un cambio de guardia en el Palacio Real. Los suecos andaban muy cerca, en las calles comerciales, entre los tenderetes de frambuesas, arándanos, cerezas y guisantes, en las paradas del tranvía o embarcando para recorrer los canales. Qué pena que no hubiera tiempo para imitarles.

Al llegar a Estonia desembarcamos prácticamente dentro del casco histórico de Tallin, con las temperaturas elevándose y los mosquitos rondando a los turistas que zumbaban por las callejuelas y se metían en las pequeñas y hermosas iglesias ortodoxas (que no tienen bancos para sentarse). Fue la escala más corta asi que la visita fue brevísima, por un decorado de tonos pastel (verdes, amarillos, ocres, rosas, azules) y aires medievales. Pura historia congelada a los ojos de los visitantes.

La llegada a San Petersburgo nos obligó a retrasar dos horas el reloj, afrontar una minuciosa revisión del pasaporte y visado, y sentir una sofocante temperatura de 30 grados cargada de humedad. La visita temprana al Hermitage nos evitó hacer cola a la entrada, pero no las aglomeraciones en su interior, donde seguíamos, entre codazos, a nuestra guía Kira con auriculares a través de salas ricas en mármoles de Carrara, piezas de malaquita, porcelanas, y rematadas en pan de oro. La codicia máxima de zarinas y zares, que tenían allí su Palacio de Invierno, su segunda residencia. La pinacoteca como es bien sabido es de las mejores del mundo. Pero descubrí una extraña afición, que consiste en no mirar los cuadros sino fotografiarlos: la gente hacía cola para acercarse a la obra en cuestión y disparaba. ¿Admirarían después esas obras en la soledad de la pantalla de su ordenador? De lo que pude contemplar (en el brevísimo tiempo dedicado a la pintura de nuestra excursión) me impresionó el Hijo Pródigo de Rembrandt, vi la pequeña Madonna de Leonardo da Vinci, y salté a la Polinesia en la sala de Gauguin, entre otras joyas del siglo XX. Supongo que en invierno será distinto. De hecho es tan impresionante el frío que el majestuoso río Neva, que discurre delante de los palacios que componen el Hermitage, se congela. Y para que la gente no tenga la tentación de caminar sobre sus aguas, suele pasar algún rompehielos para fragmentarlo. Otra curiosidad es que de madrugada los puentes se levantan y quien queda atrapado del otro lado del río no puede cruzarlo hasta que vuelven a bajar, pues es el momento de que las embarcaciones puedan remontar el río hasta su nacimiento en el lago Ladoga. Me encantó el repaso histórico de la ciudad con todos sus fastos y su rico pasado cultural, pero también con sus terribles momentos, como el sitio de Leningrado.

El último día desembarcamos en Helsinki, una ciudad de aire apacible y líneas elegantes en la arquitectura de sus casas: curvas modernistas, fachadas art nouveau, edificios de Alvar Aalto. Nuestra guía mexicana, en el recorrido en autobús con paradas que hicimos antes de llegar al aeropuerto, nos puso los dientes largos imaginando unos días en alguna cabaña perdida con su sauna y su lago, su naturaleza y su soledad.

Seis países en siete noches, gracias a un hotel flotante que no recomiendo como forma de viajar (horarios rígidos, falta de intimidad), pero en este caso el fin justificaba los medios: hacernos una idea del norte de Europa para saber adónde volver, cuando se pueda. El mundo se merece miradas más profundas, inmersión en su pasado, y tiempo.

Beatriz Alonso Aranzábal

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