Nothing lasts really. Neither happiness nor despair. Not even life lasts very long. (Brief Encounter, 1945)

sábado, 4 de junio de 2016

Paul McCartney en Madrid

A Paul McCartney le cayó el sambenito de ser el Beatle ñoño: John era el audaz, George el profundo, Ringo el gracioso. Etiquetas que por muy repetidas no dejan de ser definiciones injustas para todos. Porque todos tuvieron un poco de audacia, ñoñez, profundidad, misterio y sobre todo, sobre todo, un inmenso y maravillosos sentido del humor.  Y genialidad y talento musical indiscutibles.

Paul, que a sus 74 años podría estar viviendo la vida de jubilado millonario, ha tenido el detalle de venir a Madrid a cantar sus canciones. Obviamente el hombre tiene limitaciones en la voz y en su estado físico, pero ofreció un concierto de más de 2 horas que en ningún momento decayó. Se acompañó de muy pocos y extraordinarios músicos, y gracias a las pantallas pudimos verle “de cerca”. Y escucharle de maravilla.

Yo lo vi desde un anfiteatro lateral, abarrotado de gente. Móviles en la mano y fotos en whataspps a punta pala. Había gente de todas partes, delante de mí un padre y su hijo catalanes. A mi derecha una familia canaria. Es cierto que fue un concierto caro, pero yo lo medité tiempo atrás y decidí que iba a invertir en vivir una experiencia única. Estando en el estadio Vicente Calderón me di cuenta de que una semana antes miles de personas habían gastado hasta 10 veces el precio de la entrada en ir a una final de fútbol (Champions en Milán). Es más, cada semana miles y miles de personas se gastan en fútbol lo que costaba el concierto de Paul McCartney desde las gradas.

Llegué en metro en una interminable procesión que salía de Pirámides y desembocaba en el estadio. Llevé bocadillos y compramos agua: la temperatura era bastante alta, y cuando desapareció el sol fue muy agradable. Sentada en mi asiento no se me hizo largo, y justo dos canciones antes de que acabara el show, nos fuimos para evitar el colapso del metro. Afortunadamente a las 01.30 estábamos en casa, ya que unas horas después tenía que ir a trabajar.

Cuando me planteé ir al concierto de Paul (sí, me lo pensé, no suelo ir a grandes, y casi ni pequeños, conciertos) me di cuenta de que sería una bonita forma de cerrar el acercamiento que había vivido el año anterior al mundo de los Beatles. En 2015, sin proponérmelo, estuve dos veces en Liverpool. Primero fue la carambola de un viaje literario (visitar Haworth) con una amiga, y el precio low cost del vuelo a dicha ciudad, lo que me llevó a recaer por allí y hacer el tour de los hogares infantiles de John y Paul (National Trust). Entrar en sus humildes hogares e imaginar (y empatizar) con ambos fue una experiencia de gran valor para mí. Después, en el verano, volví con la excusa de acompañar a mi hijo a un curso de inglés, ya que como ciudad es mucho menos cara que Londres y el sur de Inglaterra. En este segundo viaje hice otro tour que comprendía el ver desde fuera los hogares de George y Ringo (éste último a punto de demolición).

Mereció la pena. Durante el concierto, escuchando y tarareando canciones, intenté congelar el momento. Me concentré en las sensaciones que me provocaba evocar mi pasado más lejano asociado a esas canciones que Paul iba desgranando, el estar en un lugar con un buen ambiente, la locura de ver a las personas convertidas en puntos de luz (ya no hay mecheros en los conciertos, hay pantallas iluminadas de móviles), comprobar que había público de todas las edades, también de la edad de Paul McCartney. Un hombre que rondaba los sesenta, sentado cerca, exclamó que llevaba muchos años esperando este momento.   

No puedo mencionar todas las canciones que sonaron, pero sí puedo señalar que hubo canciones que sonaron con la misma intensidad que en los discos de los Beatles: Back in the USSR, Being for he benefit of Mir Kite, Love me do, And I love her, Birthday, etc. etc.

Beatriz Alonso Aranzábal

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