Nothing lasts really. Neither happiness nor despair. Not even life lasts very long. (Brief Encounter, 1945)

sábado, 26 de septiembre de 2015

Tenía una llamada perdida

Con este relato he sido seleccionada en el VII Premio Internacional Relatos de Viajeras e incluida en el libro que se publicará en breve en la Editorial casiopea.


TENÍA UNA LLAMADA PERDIDA

Al principio no estuve visitando Londres, sino atravesando paredes del tiempo, intentando acallar una insidiosa voz interior que en ocasiones me reclamaba. Tenía que cumplir, una vez más, mis pequeños ritos intrascendentes.

Dejo atrás el verano más caluroso que ha padecido Madrid y llego a la capital de Inglaterra tras descubrir que, cuando vine por primera vez en 1980, a Chislehurst, estaba a dos pasos de Siouxsie, uno de mis ídolos musicales.

Estoy sola y sin conexión de internet hasta última hora del día. Con una tarjeta para el transporte público que se llama Oyster. Sola, para darme conversación a mí misma. Sola para improvisar, establecer los horarios, despreciar obligaciones, abrir candados.

Repaso mi inglés leyendo los carteles del tren de cercanías. En uno se pide que salvemos al pangolin, un animalillo en peligro de extinción. Y pienso en las tantas cosas que hay que salvar en este mundo empezando, quizás, por el mundo mismo -aquejado de indiferencia, egoísmo y agujeros de ozono -.

St. James Park está lleno de aves indolentes. Las ardillas posan ante las cámaras y se escabullen de los niños. Sentada en un banco de madera observo el incesante flujo de personas cargadas con pequeñas mochilas llenas de botellas de agua, raciones de fruta cortada, sándwiches, patatas fritas y ensaladitas variadas, que se pueden adquirir en las numerosas tiendas de alimentación y Hall of Food de los grandes almacenes.  Es mi alimentación también en estos días.

Las calles de Londres rebosan de peatones, turistas, trabajadores, bicicletas, taxis negros y autobuses rojos. Hay muchas obras que entorpecen el tránsito, pero el caos se perdona fácilmente desde la primera fila del segundo piso del autobús. Al montarme advierto que ya no sube la jovencita que fui sino la mujer con las piernas pesadas que debe estar atenta a los frenazos.

¿Debí haberme quedado a vivir una larga temporada? Aquí hace su aparición la insidiosa voz interior. Esta vez hay que encontrar una respuesta definitiva. A pesar de que siempre me rondó la idea, nunca llegué a hacerlo. Nunca vine a vivir a Londres. ¿Por qué me atrapó esta ciudad, por qué su sola mención me provoca sensaciones contradictorias y algo parecido a la nostalgia?

Empiezan a caer las primeras gotas sobre la ventana del autobús. Pronto se convierten en pequeños ríos, y con la cámara del móvil retrato una ciudad mojada, atascada, con paraguas abiertos y semáforos cerrados que parece un cuadro impresionista. Luego el vaho tapa la visión y miro a través de la memoria.

Cuando de adolescente pasé quince días en Londres, experimenté una euforizante sensación de libertad acompañada de la ausencia total de preocupaciones. En España se estaban abriendo, muy lentamente, brechas de libertad y de modernidad. Durante mi estancia en casa de mi amiga inglesa, viví emociones intensas: conciertos inolvidables (Killing Joke en el Lyceum, Depeche Mode en The Venue), fuegos artificiales nocturnos en Hyde Park... Descubrí una ciudad cosmopolita de conductores con turbante, empleados de oficina con cresta, trenes de madera que te llevaban al corazón de la ciudad y casitas adosadas con jardín posterior. El día que me fui me sentí arrancada del paraíso.

Pero sólo ahora, esperando que el semáforo se ponga verde, logro sacarme la espina que llevo desde hace más de treinta años: se me había quedado prendida una chapa en la solapa de mi existencia, una de esas chapas de grupos musicales que lucía en mis cazadoras. Es la del grupo The Clash, que cantaban “London Calling”, la llamada de Londres -una llamada perdida, un canto de sirenas-.

Y sigo recorriendo lugares tan típicos como mágicos. Cruzo el Támesis por diferentes puentes y descubro lo nuevo y lo suntuoso.

En Tavistock Square me hago una foto con el busto de Virginia Woolf hablándome al oído. ¿Qué me querrá decir? Lo sabré en el próximo viaje a Londres. Me queda tanto por descubrir. Y me he comprado una chapa de The Jam.