Coincidieron en un comedor
social, ambas tenían la misma edad y el mismo aspecto desaliñado. Florencia
sufría un trastorno de sus impulsos, rompía cristales, se hacía profundos
cortes en su antebrazo, bebía hasta la extenuación. Sus padres no la querían.
Rosaura había pasado una
depresión en la cama, mientras su marido invitaba a las vecinas a ver películas
con él en el salón. Cuando éste la expulsó de casa, tampoco su madre le dio
cobijo.
El día que se conocieron
encontraron una paz desconocida. Decidieron alquilar una habitación en una
pensión barata, y aunque Rosaura estaba acostumbrada a mendigar, Florencia la
convenció de que buscaran empleo limpiando casas. Por las mañanas, en el bar,
se tomaban un café con churros antes de ir a trabajar. Por las noches tejían
juntas una manta de patchwork, y en cada retal cosían un fragmento de su
pasado.
Cuando Florencia cumplió
cuarenta años fue a casa de sus padres con una tarta. No hubo besos. Esa noche,
en la pensión, se tragó un envase completo de pastillas para la bronquitis.
Cuando al despertar Rosaura llamó a una ambulancia, ya era tarde. No lloró. La
trabajadora social que conocía su situación valoró su gran entereza.
Tras el entierro se dirigió a
casa de su madre, que le admitió a cambio de dinero. Cinco días después,
Rosaura repitió el mismo gesto que su amiga Florencia. La manta ya estaba
acabada.
Beatriz Alonso Aranzábal
Este microrrelato lo escribí hace varios años, está inspirado en hechos reales. La colcha de la foto fue realizada en el taller AGUJA Y TIJERA de Navalmoral de la Mata.