Nothing lasts really. Neither happiness nor despair. Not even life lasts very long. (Brief Encounter, 1945)

domingo, 28 de agosto de 2016

Nápoles y la Costa Amalfitana

No es agosto el mejor mes para pasear por Pompeya, una ciudad rica, llena de bares, termas, villas, templos, y un gran anfiteatro. Porque el sol era implacable, y los turistas hormigueaban por todas partes. Sin embargo caminar por sus calles, asomarse a sus viviendas, respirar más de dos mil años de vida suspendida en el tiempo, era una experiencia que quería tener. Al anochecer, cuando los visitantes terrenales ya estábamos lejos de sus piedras grandes y calientes, seguro que volvieron los gladiadores, las fieras, las diosas y la vida ajetreada enmudecida por la furia de Vesubio. Que no era un dios, sino un majestuoso volcán que sigue mirando desafiante toda la bahía de Nápoles.










Torna a Surriento, decía la canción compuesta por los hermanos De Curtis (dedicada a un político que se alojó allí y de quien se esperaba mejoras para la localidad), y nosotros en nuestra breve visita volvimos. La culpa, sin duda, de la Circumvesuviana, un tren obsoleto, incómodo y lleno de gente en agosto. Pero con un trazado fabuloso: desde Nápoles a Sorrento pasando por Pompeya, Ercolano y tantas pequeñas localidades que se asoman a la famosa bahía. Tras sudar bajo el sol en Pompeya, retomamos la circumvesuviana hasta Sorrento. Teníamos un objetivo fijo: bañarnos en el Mediterráneo. Y lo conseguimos, en un establecimiento balneario a los pies de los acantilados. Había que pagar la tumbona, pero como ya quedaban dos horas para el cierre nos hicieron un buen descuento. Las tumbonas estaban frente al Vesubio, y rodeaban la zona de baño, de agua transparente entre rocas. Cuando nos íbamos observé que en la zona de restaurante había un pequeño grupo celebrando una boda. Eran extranjeros.
Desde el acantilado, al que subimos tras disfrutar del mar, les pude fotografiar, allí abajo, en esa tarde apacible de verano. La luz del sol poniente nos despidió. Una petaquita de limoncello, antes de volver al tren, nos acompañaría el resto del viaje.
Al día siguiente, sin haberlo previsto, volvimos a Sorrento para regresar a Nápoles. Lo decía la canción napolitana, "Torna(vuelve) a Surriento"... (en versión de Carlo Bergonzi)












Para acceder a la costiera Amalfitana y visitarla en pocas horas desde Nápoles, evité pensar en las carreteras (tan aconsejadas por sus increíbles vistas) por ser agosto y haber un tráfico enorme, y optamos por ir en tren hasta Salerno y desde allí tomar el traghetto hasta Amalfi. Quería tener una visión desde el mar de toda la costa, de ese enorme brazo de mar alto y poderoso que separaba la bahía de Nápoles del golfo de Salerno. Hacía mucho calor, pero el cielo se fue cubriendo, las cumbres de la costa estaban ocultas por nubes bajas y nieblas, y el efecto sobre las aguas y el horizonte fue de unas tonalidades muy diferentes a las que da el brillo del sol. Arribamos a Amalfi y, como el día anterior, nos empeñamos en bañarnos en el Tirreno. Esta vez encontramos una zona pública, de arena gris y piedras, donde relajarnos del pegajoso calor con el que el resol de Salerno nos machacó. De nuevo, la increíble sensación de bañarse bajo unos imponentes acantilados. Cayeron algunas gotas, pero eso no impidió el paseo y la vista del Duomo, que aparece de repente, como encajonado en esa pequeña y antigua villa que fue República Marinera en el siglo X. Estaba abarrotado de gente. Se veía la estrecha carretera que cruza Amalfi, en la que los coches de un sentido y de otro pasaban por turnos. En el pequeño puerto la gente hacía colas para tomar los autobuses o los traghetti. Escogimos un pequeño barco que nos llevaría, de nuevo, hasta Sorrento, tras hacer una parada en Positano, y tras pasar cerca de la isla de Capri (que no visitamos). El Vesubio, azul y misterioso, rodeado de nubes, nos despidió solemne. La circumvesuviana nos trasladaría a Nápoles, donde pudimos vivir la experiencia de la auténtica y deliciosa pizza napoletana (la pizza lleva el nombre de Margherita en honor a su reina), rodeados de napolitanos, con quienes charlamos un rato de italianos y españoles, política y de la vida.














Nápoles responde a su fama de ciudad caótica, en obras, decadente y sucia. Y también a la de ciudad viva, humana, hermosa y sorprendente. Me gustan los lugares donde las piedras perduran con el paso de los siglos y la atmósfera histórica y culta los envuelve. Me producen rechazo los lugares de cartón piedra donde se respira una falsa belleza. En Nápoles hay grandes contrastes: zonas de tráfico enloquecido y otras mucho más serenas. Desde lo alto del castillo de Sant'Elmo se tiene una panorámica espectacular de 360 grados. Es el broche final a una visita apresurada, que partió desde la plaza Garibaldi, donde está la estación de trenes, metro y de la Circumvesuviana, siguió por el corso Umberto I, entró a la Via del Duomo, después se adentró en Spaccanapoli (en realidad via San Biagio dei Librai), una larga calle que a vista de pájaro parece partir en dos Nápoles (se aprecia desde el castillo), prosiguió hasta la piazza del Municipio y luego del Plebiscito (con café en Gambrinus), para posteriormente llegar en metro al barrio del Vomero, que está en una zona alta y elegante de la ciudad. Desde allí pudimos contemplar la densa humanidad que se arracima por toda la costa y a los pies del Vesubio, cuya última erupción fue en 1944. Hace nada.


















BEATRIZ ALONSO ARANZÁBAL