A Paul McCartney le cayó el sambenito de ser el Beatle ñoño:
John era el audaz, George el profundo, Ringo el gracioso. Etiquetas que por muy
repetidas no dejan de ser definiciones injustas para todos. Porque todos
tuvieron un poco de audacia, ñoñez, profundidad, misterio y sobre todo, sobre
todo, un inmenso y maravillosos sentido del humor. Y genialidad y talento musical indiscutibles.
Paul, que a sus 74 años podría estar viviendo la vida de
jubilado millonario, ha tenido el detalle de venir a Madrid a cantar sus
canciones. Obviamente el hombre tiene limitaciones en la voz y en su estado
físico, pero ofreció un concierto de más de 2 horas que en ningún momento
decayó. Se acompañó de muy pocos y extraordinarios músicos, y gracias a las
pantallas pudimos verle “de cerca”. Y escucharle de maravilla.
Yo lo vi desde un anfiteatro lateral, abarrotado de gente.
Móviles en la mano y fotos en whataspps a punta pala. Había gente de todas
partes, delante de mí un padre y su hijo catalanes. A mi derecha una familia canaria.
Es cierto que fue un concierto caro, pero yo lo medité tiempo atrás y decidí
que iba a invertir en vivir una experiencia única. Estando en el estadio Vicente
Calderón me di cuenta de que una semana antes miles de personas habían gastado
hasta 10 veces el precio de la entrada en ir a una final de fútbol (Champions
en Milán). Es más, cada semana miles y miles de personas se gastan en fútbol lo
que costaba el concierto de Paul McCartney desde las gradas.
Llegué en metro en una interminable procesión que salía de
Pirámides y desembocaba en el estadio. Llevé bocadillos y compramos agua: la
temperatura era bastante alta, y cuando desapareció el sol fue muy agradable.
Sentada en mi asiento no se me hizo largo, y justo dos canciones antes de que
acabara el show, nos fuimos para evitar el colapso del metro. Afortunadamente a
las 01.30 estábamos en casa, ya que unas horas después tenía que ir a trabajar.
Cuando me planteé ir al concierto de Paul (sí, me lo pensé,
no suelo ir a grandes, y casi ni pequeños, conciertos) me di cuenta de que
sería una bonita forma de cerrar el acercamiento que había vivido el año
anterior al mundo de los Beatles. En 2015, sin proponérmelo, estuve dos veces
en Liverpool. Primero fue la carambola de un viaje literario (visitar Haworth)
con una amiga, y el precio low cost del vuelo a dicha ciudad, lo que me llevó a
recaer por allí y hacer el tour de los hogares infantiles de John y Paul
(National Trust). Entrar en sus humildes hogares e imaginar (y empatizar) con
ambos fue una experiencia de gran valor para mí. Después, en el verano, volví
con la excusa de acompañar a mi hijo a un curso de inglés, ya que como ciudad
es mucho menos cara que Londres y el sur de Inglaterra. En este segundo viaje
hice otro tour que comprendía el ver desde fuera los hogares de George y Ringo
(éste último a punto de demolición).
Mereció la pena. Durante el concierto, escuchando y
tarareando canciones, intenté congelar el momento. Me concentré en las
sensaciones que me provocaba evocar mi pasado más lejano asociado a esas
canciones que Paul iba desgranando, el estar en un lugar con un buen ambiente,
la locura de ver a las personas convertidas en puntos de luz (ya no hay
mecheros en los conciertos, hay pantallas iluminadas de móviles), comprobar que
había público de todas las edades, también de la edad de Paul McCartney. Un
hombre que rondaba los sesenta, sentado cerca, exclamó que llevaba muchos años
esperando este momento.
No puedo mencionar todas las canciones que sonaron, pero sí
puedo señalar que hubo canciones que sonaron con la misma intensidad que en los
discos de los Beatles: Back in the USSR, Being for he benefit of Mir Kite, Love
me do, And I love her, Birthday, etc. etc.
Beatriz Alonso Aranzábal
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