Hasta pasado un tiempo, aquella frase de la enfermera que oyó en la sala de
espera quedó olvidada. Los acontecimientos posteriores hicieron olvidar los minutos
previos. Los minutos banales e insignificantes de una pareja esperando a ser
atendida. En una consulta llena de gente, llena de obstetras, con puertas
abriéndose y cerrándose. Una tarde de invierno convertida en noche. La mujer
observa a su alrededor, preocupada porque se está agotando el
tiempo de aparcamiento del coche (habría que renovar el ticket), y porque
a continuación tienen otra cita. Aquí están porque la mujer tiene un pólipo.
Hace mucho calor, por la calefacción. Algunas mujeres se quitan el jersey, o la
chaqueta. De repente irrumpe en la sala de espera otra pareja, que se muestra muy
impaciente. Tanto es así que vuelven donde la recepcionista para preguntar si
el doctor X (sí, el mismo al que están esperando) va a tardar mucho, que tienen
prisa, que van a llegar tarde a otra cita. Qué cara, piensa ella, intentan
colarse. Y espera que no lo hagan, aunque ha visto que la enfermera ha entrado
a la consulta de su doctor. Sería el colmo, piensa, y siente su rabia crecer.
La calefacción no ayuda. Entonces sale la enfermera y discretamente se acerca a
los recién llegados y les dice en voz muy baja: “El doctor tiene una paciente
por delante y va a tardar un buen rato”. La mujer que espera y observa no cae
en la cuenta de que ha sido mencionada, de que es ella quien pasará en un
par de minutos y se quedará más tiempo del previsto, quien se sentará ante el
ginecólogo y éste le mostrará el resultado del análisis y le dirá que es
cáncer, y a continuación le transmitirá un mensaje de calma y confianza y ella
sabrá que todo irá bien, y que ha tenido mucha, mucha suerte.
Beatriz Alonso Aranzábal
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