No es agosto el mejor mes para pasear por Pompeya, una ciudad
rica, llena de bares, termas, villas, templos, y un gran anfiteatro. Porque el
sol era implacable, y los turistas hormigueaban por todas partes. Sin embargo
caminar por sus calles, asomarse a sus viviendas, respirar más de dos mil años
de vida suspendida en el tiempo, era una experiencia que quería tener. Al
anochecer, cuando los visitantes terrenales ya estábamos lejos de sus piedras
grandes y calientes, seguro que volvieron los gladiadores, las fieras, las
diosas y la vida ajetreada enmudecida por la furia de Vesubio. Que no era un
dios, sino un majestuoso volcán que sigue mirando desafiante toda la bahía de
Nápoles.
Torna
a Surriento, decía la canción compuesta por los hermanos De Curtis (dedicada a
un político que se alojó allí y de quien se esperaba mejoras para la
localidad), y nosotros en nuestra breve visita volvimos. La culpa, sin duda, de
la Circumvesuviana, un tren obsoleto, incómodo y lleno de gente en agosto. Pero
con un trazado fabuloso: desde Nápoles a Sorrento pasando por Pompeya, Ercolano
y tantas pequeñas localidades que se asoman a la famosa bahía. Tras sudar bajo
el sol en Pompeya, retomamos la circumvesuviana hasta Sorrento.
Teníamos un objetivo fijo: bañarnos en el Mediterráneo. Y lo conseguimos, en un
establecimiento balneario a los pies de los acantilados. Había que pagar la
tumbona, pero como ya quedaban dos horas para el cierre nos hicieron un buen
descuento. Las tumbonas estaban frente al Vesubio, y rodeaban la zona de baño,
de agua transparente entre rocas. Cuando nos íbamos observé que en la zona de
restaurante había un pequeño grupo celebrando una boda. Eran extranjeros.
Desde
el acantilado, al que subimos tras disfrutar del mar, les pude fotografiar,
allí abajo, en esa tarde apacible de verano. La luz del sol poniente nos
despidió. Una petaquita de limoncello, antes de volver al tren, nos acompañaría
el resto del viaje.
Al día siguiente, sin haberlo previsto, volvimos a
Sorrento para regresar a Nápoles. Lo decía la canción napolitana, "Torna(vuelve) a Surriento"... (en versión de Carlo Bergonzi)
Para acceder a la costiera
Amalfitana y visitarla en pocas horas desde Nápoles, evité pensar en las
carreteras (tan aconsejadas por sus increíbles vistas) por ser agosto y haber
un tráfico enorme, y optamos por ir en tren hasta Salerno y desde allí tomar el
traghetto hasta Amalfi. Quería tener una visión desde el mar de toda la costa,
de ese enorme brazo de mar alto y poderoso que separaba la bahía de Nápoles del
golfo de Salerno. Hacía mucho calor, pero el cielo se fue cubriendo, las
cumbres de la costa estaban ocultas por nubes bajas y nieblas, y el efecto
sobre las aguas y el horizonte fue de unas tonalidades muy diferentes a las que
da el brillo del sol. Arribamos a Amalfi y, como el día anterior, nos empeñamos
en bañarnos en el Tirreno. Esta vez encontramos una zona pública, de arena gris
y piedras, donde relajarnos del pegajoso calor con el que el resol de Salerno
nos machacó. De nuevo, la increíble sensación de bañarse bajo unos imponentes
acantilados. Cayeron algunas gotas, pero eso no impidió el paseo y la vista del
Duomo, que aparece de repente, como encajonado en esa pequeña y antigua villa
que fue República Marinera en el siglo X. Estaba abarrotado de gente. Se veía
la estrecha carretera que cruza Amalfi, en la que los coches de un sentido y de
otro pasaban por turnos. En el pequeño puerto la gente hacía colas para tomar
los autobuses o los traghetti. Escogimos un pequeño barco que nos llevaría, de
nuevo, hasta Sorrento, tras hacer una parada en Positano, y tras pasar cerca de
la isla de Capri (que no visitamos). El Vesubio, azul y misterioso, rodeado de
nubes, nos despidió solemne. La circumvesuviana nos trasladaría a Nápoles,
donde pudimos vivir la experiencia de la auténtica y deliciosa pizza napoletana
(la pizza lleva el nombre de Margherita en honor a su reina), rodeados de
napolitanos, con quienes charlamos un rato de italianos y españoles, política y
de la vida.
Nápoles responde a su fama
de ciudad caótica, en obras, decadente y sucia. Y también a la de ciudad viva,
humana, hermosa y sorprendente. Me gustan los lugares donde las piedras
perduran con el paso de los siglos y la atmósfera histórica y culta los envuelve.
Me producen rechazo los lugares de cartón piedra donde se respira una falsa
belleza. En Nápoles hay grandes contrastes: zonas de tráfico enloquecido y
otras mucho más serenas. Desde lo alto del castillo de Sant'Elmo se tiene una
panorámica espectacular de 360 grados. Es el broche final a una visita
apresurada, que partió desde la plaza Garibaldi, donde está la estación de
trenes, metro y de la Circumvesuviana, siguió por el corso Umberto I, entró a
la Via del Duomo, después se adentró en Spaccanapoli (en realidad via San
Biagio dei Librai), una larga calle que a vista de pájaro parece partir en dos
Nápoles (se aprecia desde el castillo), prosiguió hasta la piazza del Municipio
y luego del Plebiscito (con café en Gambrinus), para posteriormente llegar en metro
al barrio del Vomero, que está en una zona alta y elegante de la ciudad. Desde
allí pudimos contemplar la densa humanidad que se arracima por toda la costa y
a los pies del Vesubio, cuya última erupción fue en 1944. Hace nada.
BEATRIZ ALONSO ARANZÁBAL
2 comentarios:
Gracias, Beatriz, por veranearnos contigo. Sin duda estudiaré tu circuito para nuestra escapada, para el año que viene. Lo has contado e ilustrado muy bien. Besos.
Gracias a ti Javier, espero que podáis visitar esa zona tan especial de Italia. Si necesitas cualquier info adicional cuenta con ello. Besos
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